Cuando tienes 18 años lo que más deseas en este mundo es irte a la playa con tus amigos. Es lo más parecido al paraíso cuando se es insultantemente joven, se está tremendamente bueno y se tiene una tolerancia al alcohol que ni un ruso durante la Guerra Fría. Se sale sin límite, se bebe hasta el agua de los floreros, se hacen muchas tonterías, se luce tipín y vas a la playa a ponerte morena y a dejarte ver. Pasas unos buenos años de locuras…

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¡Yo quiero bailar, toda la noche! ¡Baila, baila, bailando va!

…Y, de repente, te conviertes en madre.

Y no en una en abstracto, no: te conviertes en la tuya. ¿Cómo ha podido ser? ¿Cómo has pasado de molar a ser una de esas personas a las que mirabas por encima del hombro cuando tenías veintipocos?

© Getty Images
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Para empezar, a la playa ahora vas a cosas completamente distintas a las que ibas antes.

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Qué discreta yo, qué mona voy a tostarme al sol.

Sí, esta muchacha es la que te gustaría ser. Pero ríndete a la evidencia, ya no eres ella nunca más. Tu bañador posiblemente esté lleno de pelotillas porque lo más normal es que sea de la temporada anterior (o de la anterior a la anterior). Tal vez hayas ido a comprar uno nuevo, pero podríamos apostar a que has salido con uno de Minnie, otro de Frozen y otro de dinosaurios, monísimos todos, y ninguno para ti. Por supuesto, no bajas ni de coña maquillada a la playa y lo de estar tumbada relajadamente es lo más parecido a la ciencia ficción.

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Tu llegada a la playa se produce más bien cargada hasta arriba, como si te fueses a mudar a otro país. Te has levantado a horas intempestivas porque tus criaturas no entienden ni de vacaciones, ni de playa, ni saben que levantarse a las 6 de la mañana cuando no hay trabajo es para divorciarse de hijos. Pero la logística es tan complicada que ríete tú del desembarco de Normandía. Tres horas para cogerlo todo, embadurnar a toda la familia en crema solar y salir cargada como un sherpa camino a la playa. Te has levantado a las 6, sí, pero llegas al mar a la hora punta y hay que buscar hueco para la toalla, la sombrilla y toda la intendencia.

¿Quién dijo que fuera fácil?

¿Querías vacaciones? ¡Pues toma dos tazas!
¿Querías vacaciones? ¡Pues toma dos tazas! © Cordon Press

La sombrilla es tu referencia cuando vas a bañarte. Porque, por supuesto, ¿qué es eso de irte a calas recónditas? Eso ya no existe. Tú vas a la playa que está más cerca del hotel o apartamento porque bastante tienes con lo tuyo y lo que quieres es llegar. Y llegar rápido para que acabe la tortura. Y esa playa está llena hasta la bandera y tienes intimidad cero.

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¿Tranquilidad? ¿Y eso qué es lo que es?

Las primeras veces, ay pardilla, te bajas un libro con la esperanza de poder hacer el vago y leer un poco relajadamente. La experiencia es un grado y, en posteriores ocasiones, directamente ni lo intentas. Un bulto menos. Sabes que apenas hayas puesto el trasero en la tumbona/silla/toalla/whatever te va a tocar levantarte. «Mamá, me quiero bañar», «Mamá, me ha picado una medusa», «Mamá, tengo sed»  (¿y padre no tienes, bonito?), «Mamá, tengo caca»… ¿¿¿¿CACA???? ¡Mierda! nunca mejor dicho. Lo más cercano son unos baños públicos en los que es bastante probable pillar el dengue o los del chiringuito que están (ligeramente) más limpios, pero donde sabes que te van a cobrar la Coca-Cola a precio de Moët & Chandon. ¿Qué eliges, susto o muerte?

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La arena.

Tú que has sido escrupulosa toda la vida y que sabes que además ahí vas a poder encontrar de todo, desde colillas hasta preservativos, te ves sacudida por sudores fríos pensando: «Dios mío, voy a sacar arena de esos bañadores ¡¡¡nuevos!!! hasta el día del Juicio. ¿Por qué no les pondría los viejunos?». Y te resignas porque sabes que es culpa tuya hasta que dicen: «¿Jugamos a que te entierro, mamá?», momento en el que sueltas un «NOOOOOORRRRRRRRRR» tan grande, que ni Chiquito de la Calzada en sus mejores momentos.

Y vives sin vivir en ti cuando tu vástago sugiere: «¿Por qué no jugamos a la pelota? O mejor, ¡a las palas!», y entonces tú te pones mística y piensas «Ay dios, ay dios, que no le saquen un ojo a alguien». Con ese estrés no hay quien se relaje, así que propones un súper plan…. «¿Y si nos vamos a dar un paseo por la orilla?», ante lo cual te miran tus hijos, diciéndote con los ojos: «¿Pero tú te crees, que tengo 80 años?».

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Igual somos un poco bestias comparando el drama de un día en la playa con niños con esta escena de Tiburón (1975), ¿no? Bueno, no.

De repente, en la distancia, ves unas chicas de muy buen ver haciendo topless. A ti, personalmente, no te importa: te has tirado enseñando el pecho a media España con la lactancia y tú también fuiste una veinteañera con las tetas desafiando la gravedad. Sólo ruegas para que tus hijos no digan nada, no señalen, las dejen simplemente en paz y las ignoren. Pero no. Tienen que acercarse, mirar con curiosidad y señalarlas. Y tú te quieres hacer pequeñita, pequeñita y desaparecer. Sobre todo cuando dicen: «Vaya tetas gordas tienen esas, no como las tuyas mamá que están así como chucherías«, a grito pelado. Por si acaso el de quince sombrillas más allá no lo ha oído…

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Así que vuelves a tu hotel derrotada, como recién salida del campo de batalla, tan cargada como cuando te marchaste, pero varios años más vieja. Y, cuando eliges el espectáculo deprimente del hotel frente a la fiesta de los bares y te sorprendes pidiendo silencio porque tu niño tiene que dormir la siesta, miras a tu pareja a los ojos y los dos lo comprendéis a la vez, es definitivo: sois tus padres.

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