Son muchos los forasteros a los que, al llegar a la capital, les llama la atención el ambiente de los bares del centro de Madrid. En esas noches de la ciudad, con tanta luz y tanta amalgama de gente, se hallan esos bares de siempre, ajados, que de momento no han metamorfoseado en locales de madera con ínfulas de aires retro. No. Hablamos de lugares auténticos. Los que sobreviven a los aprietos económicos, a los que las cuestiones de interiorismo no les conciernen, y que mantienen vivo el halo castizo y underground. Más allá de las copas baratas nada en contra de eso, poseen un encanto especial, ese tan de la capi y que a los autóctonos no nos llama menos la atención.

Fotograma de ‘El Bar’

Casa Julio es un ejemplo. Un día una banda de música llamada U2 pasó por allí para unas fotos. Tras una degustación de las delicias de la casa, el local pasó a rebautizarse como ‘el sitio de las Croquetas de Bono’. Pero Maite, la cocinera, ha seguido preparando sus deliciosas croquetas al resto de la clientela. El bar de la calle de la Madera 37 se ha mantenido inquebrantable. O Bodegas Rivas (calle de la Palma, 61), una parada para tomarse un bocadillo de tortilla o unas cañas bien tiradas acompañadas de aceitunas. ¿Y quién no ha celebrado una reunión, un cumpleaños o un reencuentro con unos vinos en El Maño? Situado a pocos metros del anterior, en el número 64, cada fin de semana acoge a la noche madrileña entre sus tinajas de aire distinguido.

Desgraciadamente algunos desaparecieron, como La Pepita, dejando a miles de parroquianos desvalidos. Sin duda merecería resucitarlo. Aunque, si hay que hablar de un establecimiento auténtico, ese es El Palentino. El bar de la calle Pez es un clásico de la vida madrileña, la taberna neurálgica de Malasaña, como sus copas a bajos precios. Si buscas su nombre en Google, lo encontrarás siempre acompañado de la palabra ‘mítico’. Entre su clientela se cuentan políticos, músicos o escritores. De hecho, ha sido inmortalizado en vídeoclips, artículos y relatos.

Y ahora inspira una película.

Por los aledaños han florecido tiendas de colorines: panaderías, boutiques o cafés renovados. Pero las tascas con solera siguen firmes. Pertenecen ya a la iconografía de la arquitectura madrileña. Lugares estoicos, férreos, que ven cómo clubs de alterne o pequeños comercios han tornado en tiendas vintage. Han padecido crisis, renovaciones y cambios políticos. Y siguen ahí. Las nuevas hamburgueserías de diseño comparten acera con bares que se niegan a cerrar y permanecen ajenos a las nuevas tendencias. Poco tienen que hacer las modas: los elaborados y aderezados gin-tonics, las tartas caseras, los cupcakes y demás ‘cucamonadas’. Ellos le plantan cara a esa jocunda competencia con vermús, cafés y las porras de toda la vida. Han evitado el cambio de sus azulejos por una decoración de madera o similar. Lo de las sillas diferentes y cada una de un color no va con ellos. Sus taburetes y asientos siguen siendo los de toda la vida. Y han logrado sobrevivir.

Hippies, yonquis, punkis, poperos, hipsters y millennials han compartido barra con abueletes disfrutando de su carajillo o los ‘currelas’ que se toman su café antes de seguir la jornada. Ahora estos bares son también frecuentados por freelances con barbas bien definidas. Los trabajadores de oficina han disminuido en número y han dejado paso a nuevos profesionales de la zona: community managers, diseñadores o estilistas.

Todos conviven: en ‘El Bar’, y en Malasaña.

A este núcleo duro es al que Álex de la Iglesia ha dedicado su última película. El Bar (que inauguró el Festival de Málaga y se estrena en salas hoy mismo) es una oda a todos esos establecimientos que persisten. La película ha recreado ese ambiente de ‘bareto’ que refleja el título: la barra de toda la vida, la máquina tragaperras o el trasiego de gente dispar; un ama de casa, un publicista moderno, una universitaria, trabajadores que llevan corbata y otros que visten mono… bien de paso o viendo la vida pasar. Retratos de nuestra sociedad madrileña, al fin y al cabo.

Es curioso que su cine, que ya había confinado antes a los personajes en una comunidad de vecinos, en aquelarres o en estudios de televisión, encierre a estos personajes ahora en un bar. Él y su co-guionista, Jorge Guerrivaecheverría, conocen bien el barrio. Los exteriores no se han grabado en la calle Pez, sino en la Plaza de los Mostenses, detrás de Plaza de España.

El equipo de la película con Álex de la Iglesia a la cabeza.

Entre lo mundano y lo castizo, han situado ese juego del Cluedo en el que una serie de personajes intentará escapar de esta peculiar jaula. Guste o no la película al gran público, la moraleja es palpable: poca aventura puede acontecer en esos locales con cocina de fusión y tipografías monas, nunca como en una tasca verdadera.

Paradójicamente, las nuevas tendencias no ofrecen nada innovador. El Palentino y estos bares, sí. ¿Quién no recuerda al menos una noche memorable en Malasaña, en la auténtica? ¿De esas que se sabe cómo empiezan pero no cómo acaban? Lo mismo pasa en El bar. Álex y Jorge quieren mantener el bar abierto. El bilbaíno y el asturiano lo han dejado claro en su película: ahí cualquier cosa te puede suceder.

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